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{CULTURA / CINE}

El costumbrismo de Linklater pierde fuelle

'La última bandera' es una perspectiva algo insulsa del cineasta texano

La filmografía del texano Richard Linklater ya se ha convertido en un claro ejemplo de costumbrismo. Con su película 'Boyhood (Momentos de una vida)' (2014), alcanzó el cénit en ese aspecto y logró algo que pocos directores han conseguido a su paso por Hollywood: trascender por su obra y no por sus resultados. A ello favoreció el quedarse con la miel en los labios tras los Oscars del año 2015, cuando solo obtuvo un premio (Patricia Arquette como mejor actriz secundaria) de seis nominaciones con las que contaba.

 

Fue el regustillo amargo que tuvo un proyecto con mayúsculas. Y es que, a mediados del 2002, Linklater había comenzado un rodaje de 12 años con Ellar Coltrane, Ethan Hawke y Patricia Arquette a la cabeza para plasmar la relación de un niño con sus padres divorciados durante su crecimiento. Fue el primer proyecto hollywoodiense de tal magnitud y, una vez estrenado, ganó otros prestigiosos galardones a razón de un Oso de Plata en la Berlinale, un SAG Awards, tres Globos de Oro, dos BAFTA, etc.

 

El cineasta de Texas dejó patente con cada premio que sus cintas, especialmente cuando hay guion propio, tienen siempre un aura de calidad y esmero narrativo. Así, siendo él guionista, ya había exhibido su antojo por el paso del tiempo en 'Dazed and Confused' (1993) y sobre todo en la trilogía de 'Antes de amanecer' (1995), 'Antes del atardecer' (2004) y 'Antes del anochecer' (2013). Puro folclore sentimental y con perspectiva yanqui, tema recurrente en 'Todos queremos algo' (2016) y en su reciente film 'La última bandera (Last Flag Flying)'.

 

'La última bandera' se ambienta en el año 2003, en plena neurosis de EE.UU. tras los atentados del 11-S y la cruenta respuesta militar por parte de George W. Bush. Bajo esas circunstancias Steve Carell interpreta a Larry ‘Doc’ Shepherd, un exmédico de la Marina que se reúne con dos viejos amigos para llevar a cabo una última misión: enterrar con honor a su hijo, fallecido en la Guerra de Irak durante unas maniobras rutinarias. Pero Larry se niega a que el cadáver sea llevado al mítico Cementerio Nacional de Arlington, Virginia.

 

Por tal motivo pide ayuda a Sal Nealon (interpretado por Bryan Cranston) y al reverendo Richard Mueller (Laurence Fishburne), respectivos excompañero y exjefe de cuadrilla en Vietnam. Trasladarán el féretro en un viaje con el que además recordarán, 30 años después de haberse enfrentado juntos al Vietcong, cómo afectó a sus vidas el hecho de participar en una guerra impopular y siendo ellos unos niñatos. La experiencia que los traumatizó también fue la que enderezó su madurez.

Porque precisamente es la madurez un concepto que obsesiona a Linklater; de qué manera realiza cada persona esa transición de irresponsabilidad a responsabilidad; algunos demasiado pronto y otros casi al final de su insulsa vida. Pero no solo la madurez en términos absolutos, entendida como ruta desde adolescencia hasta edad adulta; sino también los pequeños actos de madurez que años después deben afrontarse inesperadamente, como por ejemplo divorciarse o en un caso extremo el fallecimiento de un hijo.

 

La calma truncada y sus dos réplicas

Mediante el personaje de Larry, Linklater pone a prueba la capacidad de resistencia emocional con un órdago: el exmédico de la Marina acude a dos amigos de su juventud porque quizá no tiene amigos entrado ya en la cincuentena. Su familia lo representaba todo, había enfilado su rutina gracias al matrimonio y sin embargo la Guerra de Irak ha truncado su calma. La elección de Steve Carell para encarnarlo suena fabulosa a priori, pero no cuaja en pantalla frente a la verborrea de Sal Nealon.

 

La labor de Bryan Cranston es certera, pero la actitud rebelde de su personaje es demasiado explícita y no compensa bien la historia. Resulta evidente que simboliza al bien mientras que el rol diseñado para Laurence Fishburne simboliza al mal; son las dos voces de la conciencia de Larry, estupefacto por tener que enterrar a su hijo tan joven. Está claro que suenan más seductoras las ideas de Sal, dueño de un bar cutre y ávido de cualquier andanza que rompa su monotonía; y está claro que suena más sensato el refunfuño del reverendo.Aunque cruzaron el mismo pasado, su visión del presente no es similar y la trama descarrila a medida que se insinúa un secreto que comparten desde Vietnam. El film dispone un paralelismo entre estos tres veteranos de aquella guerra y otros personajes del conflicto iraquí, sin sutileza y por tanto de forma predecible. La peli se acerca más al retrato superficial de un suceso que al análisis conceptual de un acontecimiento profundo; es ahí donde se echa en falta algo de énfasis para Carell en las conversaciones.

 

'La última bandera' tampoco se atreve con planos o secuencias memorables, ni con fotografía sugerente ni banda sonora estimulante. Linklater peca de intimismo en un contexto al que se le podía sacar más jugo, por ejemplo, reiterando cómo las mentiras de Bush (y sus aliados) llevaron a EE.UU. hacia batallas innecesarias en busca de armas de destrucción masiva que no existían. Pero ese tema únicamente se sobrevuela en el guion, perdido en asuntos como fanfarronear de hombría cuando los veteranos charlan con algún novato.

 

Banal e incluso fría acaba siendo la puesta en escena de esta trama, ramificada pero poco profunda y demasiado ceñida al anhelo de su director por esquematizar las reacciones humanas. Transportar el ataúd surge como excusa para una ‘road movie’ sin esplendor, con escasos brotes de empatía para con el espectador. 'La última bandera' manifiesta una óptica poco convincente de Linklater, quien seguro probará otras mil maneras de ver la vida en sus próximos planes./Daniel Cabornero.

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