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{CULTURA / CINE}

Trois souvenirs de ma jeunesse: un relato de relatos

La película de Desplechin teoriza sobre el amor total. ¡Atención spoilers!

Como si de una evocación a Truffault y la Nouvelle Vague se tratase, 'Trois souvenirs de ma jeunesse', es un cortejo de recuerdos a base de largos flashbacks que se despliegan a modo de  exploración lúdica de las heridas emocionales. Un patchwork cuyos recuerdos de sueños están tejidos de manera tan nebulosamente sensorial que acaban bordando un mensaje del subconsciente. Un territorio que recuerda a la Odisea de Ulises, y  que, su director,  Arnaud Desplechin, retoma recuperando el personaje de Paul Dédalus que había creado ya en 1996 con 'Comment je suis disputé'.


En la toma de contacto con el filme, su protagonista (Paul) regresa a Francia tras veinte años de peregrinación por el mundo ejerciendo su profesión de antropólogo. Un inicio que no ofrece ninguna profecía de cómo se vertebrará la historia: a partir de aquí se desplegarán tres capítulos trazados en etapas de la vida de Paul. El primero recuerda su infancia en un pueblo del norte de Francia.


Continuaremos con las andanzas de Paul entre sus 16 y 21 años con acontecimientos tales como el  suicidio de su madre, la mala relación con su padre, sus estudios en París, las desventuras con sus amigos y familiares y, sobre todo, su apasionado y conflictivo romance con Esther.


Llegados a su adolescencia vemos a un Paul con un comportamiento desprevenido, fruto de su tormentosa infancia. Un Paul que prepara fiestas en casa, sede de alcohol y drogas. En esta etapa volcada al cine impera una estética ochentera que refleja un mundo un tanto burguesito, que bien muestra la escena en la que su hermano hace de DJ -llegando a dejar en un segundo plano la elegancia del filme- para volverse un tanto presuntuosa y poco verosímil a modo de gran fiesta teenager en la que prima más la fotografía que la realidad. No obstante sus trasgresores pensamientos los mueven a un escenario con un fondo marginal que acaba por dotar a la película de ese punto tan auténtico y real. A esto ayuda la dirección artística, su fotografía y un vestuario, que a mí particularmente, me han hecho caer rendida a sus pies.


Pese al contacto del joven con la URSS en una red de expatriación de espías de los judíos soviéticos, sus episodios neuróticos, la relación con sus padres y la falta de afecto en la etapa de desarrollo –que serán imprescindibles para comprender al Paul adulto-, el AMOR es la espina dorsal de la película.

 

Este amor será el protagonista del tercer capítulo que lleva por título el nombre de su amada: Esther, interpretado por Lou Roy-Lecollin, como el gran amor de juventud de Paul. Como todos los grandes personajes, Esther aparece poco a poco, dejando ver una imagen equivocada de su persona que no se corresponde con la visión que acabamos adoptando cuando aparecen los créditos finales.
Paul y Esther se convertirán en dos extremos que se tocan y se entienden como nadie más puede entenderse; tan diferentes y extraños como son el uno del otro, sabiendo que sus caminos, perpendiculares por fuerza, terminarán por juntarse de manera  pasional e inevitable  por su misma naturaleza.


Ambos dos comparten una visión del mundo como algo ajeno, viven a la deriva esperando que un golpe de suerte vuelva a unirlos y separarlos. Y parece que lo único que realmente da sentido a sus vidas es el amor –en ocasiones enfermizo- que el uno siente por el otro, ya que sólo en sus encuentros ofrecen algo de estabilidad emocional en sus vidas. Paul parece tolerar todo lo que proviene de su amada y Esther se mostrará al borde de la más frenética dependencia de Paul. Esto acabará por someterla a estados de absoluta negación, ante la cual se dedicará a flirtear –y no sólo flirtear- con diestro y siniestro ¿a modo de medicina? contra el vacío existencial y los obsesivos pensamientos que se reflejan en la correspondencia epistolar que ambos enamorados se escriben diariamente, como motor para sobrevivir.

 

Si hay algo que me ha fascinado es la elegancia con la que es tratada el filme, que nos regala una sucesión de hermosos planos evocadores del París de las pasiones juveniles tan propios de  la Nouvelle Vague. Aunque trata todos los códigos posibles del cine: drama familiar, thriller de espionaje de la antigua URSS, relato novelesco de iniciación, retrato de una generación marcada por la caída del Muro de Berlín (momento que incluye el filme a través de la pantalla de los adolescentes)…Es sobre todo, una historia de amor, que aunque idílica y llena de ires y devenires, presenta una pureza difícil de encontrar en el séptimo arte.
Paul está siempre aquí y allá, intentando encontrar su camino y su personalidad: un equilibrio que parece haber saciado en cierta parte en su carrera como antropólogo. Lo que está claro es que este amor joven le marcará a lo largo de toda su vida, como puede verse en una de las escenas finales en un reencuentro con un viejo amigo de la infancia, que también había sido amante de Esther. La ira estallará de una manera tan explosiva ante el encuentro con su ‘enemigo’ que podrá comprobarse que el carácter permisivo y un tanto sosegado de Paul, aún se estremece por la que fue su amante durante la adolescencia.


La manera en la que este amor joven les marca la vida es, sin duda, abrumadora. Una historia que dota a la cinta de un aspecto inaprensible, como una búsqueda de eternidad a través de la extrañeza de la vida. A todo esto hay que añadirle unos planos magníficos, una técnica visual que, en ocasiones, muestra el film a través de una cámara y un original formato a través de capítulos que no intenta forzar una estructura demasiado formal al flujo de recuerdos, sin olvidar del talento de los debutantes Quentin Dolmaire y Lou Roy-Lecollinet.


Un cuidado discurso que teoriza sobre la probabilidad del amor total en la vida del hombre, a través de sus acciones de juventud y sus reflexiones de madurez, ambas superpuestas por la vía de la narración en off. Una retrospectiva en la que como si por la ley de la memoria histórica emocional el recuerdo de ambos amantes se hiciera eterno. Preciosa y de algún modo reconfortante película, que se cierra con la mirada directa de Esther a la cámara, a nosotros, en un gesto de complicidad y advertencia./Paula Gil Ocón

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